sábado, 15 de septiembre de 2012

Grand Central

Siento la madera calentándose con mis piernas y me abruma tanto ruido. Las llamadas a los pasajeros para que no olviden dónde coger el tren, el sonido del papel y los plásticos que envuelven la comida, los cacharros metálicos de la cafetería, las voces en tantos idiomas y acentos diferentes.

En NY lo material aplasta a lo emocional la mayor parte del tiempo. Es difícil concentrar el corazón en algo cuando todo el entorno reclama la atención de los sentidos. Todo te llama, todo te seduce y todo te resulta inaccesible. No solo por lo económico, sino por una cuestión racional: no se puede tener todo. Y aquí no tenerlo todo es como no tener nada.

Si alguien recuerda la sensación aquella cuando era niño al entrar a una tienda de gominolas de la mano de su padre (papá conciencia) sin dinero, sabrá a lo que me refiero.

Es fácil que estando aquí se te olviden las otras cosas. La sensación al arrancar una manzana del árbol, bañarse desnudo por la noche en el mar Cantábrico, ver revolotear las libélulas en el río.

A mí se me presenta todo esto como una guerra moral, o qué sé yo. Y me agota.

La gente es muy amable pero no es cercana. Es como un cuadro que de lejos te parece muy armonioso, pero cuando te acercas hasta casi tener la nariz pegada a él, hay algo que no encaja.

Nueva York es un parque de atracciones infinito. Todo el mundo quiere ir a un parque de atracciones. Aunque solo sea para ver las luces o a comer manzanas caramelizadas. Pero nadie querría vivir ahí. Bueno, al menos yo.

Jo, creo que aquí me siento un poco como Chihiro.

Estoy desapareciendo.

Y quiero tortilla de patatas.

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